No es de recibo que Bob Denard, el perro de la guerra, haya muerto de Alzheimer, consumido como un pajarillo en un apartamento a las afueras de Burdeos. Es un desenlace demasiado occidental para la trayectoria de un mercenario ubicuo que hizo carrera cuando el mapa de Africa se escribía en clave colonial y sanguinolenta con aquellos nombres inquietantes de Congo Belga, Rodesia, Alto Volta y Biafra.
Tenía 78 años, el bigote de Astérix y una prole de hijos llamados a multiplicar la genealogía. Porque Bob Denard se había casado siete veces. En unos casos por lo civil. En otros por la Iglesia y hasta por el rito musulmán: Bob Denard, ex taxista en Marruecos y vendedor de electrodomésticos de última moda en París, se convirtió al islam en los años 80 por razones de fe y, seguramente, por motivos estratégicos.
La convenía cobijarse a la sombra del Corán para manejar como marionetas a los mandatarios de la república islámica de las Islas Comores (Indico). Allí transcurrieron, de hecho, los años más estables de su ejecutoria militar y hasta biográfica. Permaneció durante 12 años (1979-1989) como comandante en jefe de la guardia presidencial. Una posición de privilegio para organizar golpes de Estado, traficar con todo lo traficable y jugar al monopoly con la lealtad incondicional de 600 mercenarios instruidos.
El caso más significativo fue el de Ahmed Abdallah. Denard lo nombró, lo derrocó en 1975 y volvió a colocarlo en el mismo puesto tres años más tarde. El presidente de juguete de Comores terminó asesinado misteriosamente, pero la justicia francesa exoneró al mercenario de toda responsabilidad homicida.
Le condenaron, en cambio, por haber organizado un coup d'Etat en las propias Comores en el año 1995. Hubo de expiar cuatro meses de cárcel y pagar una multa de 100.000 euros, aunque las condiciones de salud y las alegaciones procesuales le preservaron de acabar entre rejas en Francia.
Hubiera sido un castigo desmedido para quien decía servir a la patria y servirse a sí mismo. A la patria y a las patrias, puesto que la aventura beligerante de Denard se relaciona con una asombrosa ubicuidad.
Fue mercenario en Angola (1975) y en Cabinda (1976). Participó en movimientos de rebelión militar en la antigua Rodesia (la actual Zimbawe). Repartió sus energías entre el Congo Belga (hoy, República Democrática del Congo), Benin y hasta Yemen, demostrando que el soldado Denard no tenía complejos identitarios, sino un insaciable instinto bélico-comercial.
Sus memorias parecen las de un héroe decimonónico. No sólo por las atribuciones de valentía y filantropía que se atribuye el autor. También porque son la trastienda de un escenario pintoresco donde se mezcla el tráfico de armas, la corrupción, el dinero, la muerte y los espías.
El título de la biografía resultó embarazoso a las autoridades francesas. Y es que El corsario de la república, que así se llama el memorial, demuestra que Denard trabajó para los servicios secretos. Casi siempre haciendo el trabajo sucio y el anónimo, valga la redundancia.
No va a ser enterrado con honores castrenses ni se le va a distinguir con condecoraciones. Tampoco es probable que acudan al sepelio todas sus mujeres y todos sus hijos. Pero hubo un tiempo en que Bob Denard el terrible fue un hombre de bien. Participó con valentía adolescente en la resistencia francesa. Sirvió regularmente al ejército galo en los conflictos de Indochina y de Argelia. Vivió un periodo breve como policía en Marruecos. Incluso se avino a colocarse en un negocio de aspiradoras y robots de cocina. Sucedió en París. Sólo unos meses antes de que Denard se alzara en armas para alinearse con los rebeldes de Katanga en la guerra civil de independencia del Congo Belga.
No, no es de recibo que el Alzheimer, el mal prosaico de los ancianos occidentales, haya borrado de la cabeza de Denard sus proezas y sus atrocidades.
Tenía 78 años, el bigote de Astérix y una prole de hijos llamados a multiplicar la genealogía. Porque Bob Denard se había casado siete veces. En unos casos por lo civil. En otros por la Iglesia y hasta por el rito musulmán: Bob Denard, ex taxista en Marruecos y vendedor de electrodomésticos de última moda en París, se convirtió al islam en los años 80 por razones de fe y, seguramente, por motivos estratégicos.
La convenía cobijarse a la sombra del Corán para manejar como marionetas a los mandatarios de la república islámica de las Islas Comores (Indico). Allí transcurrieron, de hecho, los años más estables de su ejecutoria militar y hasta biográfica. Permaneció durante 12 años (1979-1989) como comandante en jefe de la guardia presidencial. Una posición de privilegio para organizar golpes de Estado, traficar con todo lo traficable y jugar al monopoly con la lealtad incondicional de 600 mercenarios instruidos.
El caso más significativo fue el de Ahmed Abdallah. Denard lo nombró, lo derrocó en 1975 y volvió a colocarlo en el mismo puesto tres años más tarde. El presidente de juguete de Comores terminó asesinado misteriosamente, pero la justicia francesa exoneró al mercenario de toda responsabilidad homicida.
Le condenaron, en cambio, por haber organizado un coup d'Etat en las propias Comores en el año 1995. Hubo de expiar cuatro meses de cárcel y pagar una multa de 100.000 euros, aunque las condiciones de salud y las alegaciones procesuales le preservaron de acabar entre rejas en Francia.
Hubiera sido un castigo desmedido para quien decía servir a la patria y servirse a sí mismo. A la patria y a las patrias, puesto que la aventura beligerante de Denard se relaciona con una asombrosa ubicuidad.
Fue mercenario en Angola (1975) y en Cabinda (1976). Participó en movimientos de rebelión militar en la antigua Rodesia (la actual Zimbawe). Repartió sus energías entre el Congo Belga (hoy, República Democrática del Congo), Benin y hasta Yemen, demostrando que el soldado Denard no tenía complejos identitarios, sino un insaciable instinto bélico-comercial.
Sus memorias parecen las de un héroe decimonónico. No sólo por las atribuciones de valentía y filantropía que se atribuye el autor. También porque son la trastienda de un escenario pintoresco donde se mezcla el tráfico de armas, la corrupción, el dinero, la muerte y los espías.
El título de la biografía resultó embarazoso a las autoridades francesas. Y es que El corsario de la república, que así se llama el memorial, demuestra que Denard trabajó para los servicios secretos. Casi siempre haciendo el trabajo sucio y el anónimo, valga la redundancia.
No va a ser enterrado con honores castrenses ni se le va a distinguir con condecoraciones. Tampoco es probable que acudan al sepelio todas sus mujeres y todos sus hijos. Pero hubo un tiempo en que Bob Denard el terrible fue un hombre de bien. Participó con valentía adolescente en la resistencia francesa. Sirvió regularmente al ejército galo en los conflictos de Indochina y de Argelia. Vivió un periodo breve como policía en Marruecos. Incluso se avino a colocarse en un negocio de aspiradoras y robots de cocina. Sucedió en París. Sólo unos meses antes de que Denard se alzara en armas para alinearse con los rebeldes de Katanga en la guerra civil de independencia del Congo Belga.
No, no es de recibo que el Alzheimer, el mal prosaico de los ancianos occidentales, haya borrado de la cabeza de Denard sus proezas y sus atrocidades.
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