Imposible separar la realidad del mito en la vida de Enrique de Villena. Perteneciente a una de las familias más nobles de Castilla en el siglo XV, nació para ser caballero pero prefirió consagrarse al estudio de las letras y las ciencias. En las primeras destacó por su calidad como traductor y poeta, en las segundas por su pasión hacia la astrología, la alquimia y las ciencias ocultas. De sus conocimientos sobre estas materias da cuenta en tratados acerca del mal de ojo y la alquimia, obras que en su mayor parte ardieron en la hoguera. A ellas sobrevivió su fama de brujo, que lo convertiría en personaje muy apreciado por dramaturgos de siglos posteriores.
Cuenta una de las leyendas acerca de su figura que al final de sus días, sintiéndose mayor y débil, decidió buscar un modo de vencer a la muerte. Tras consultar varios volúmenes de su biblioteca, libros arcanos de sabiduría prohibida, creyó hallar un método alquímico por el cual podría regresar a la vida una vez fallecido. La única objección consistía en que él sólo no podría ponerlo en práctica, necesitaba un colaborador.
Así pues, cuando le pareció que su hora estaba cerca, condujo a su fiel criado al laboratorio que tenía en los sótanos de su casa toledana y allí le explico qué debería hacer cuando su señor muriese: Ante todo, no avisar a nadie. Ni amigos, ni familiares, ni mucho menos sacerdotes. Tras asegurarse de que estaba muerto, debía bajar el cadáver a aquel cuarto y, sobre la mesa del laboratorio, trocearlo en fragmentos más pequeños que una onza. Después introduciría todos los pedazos en un matraz que allí había (el cual contenía un elixir especial que había descubierto), transportaría el matraz a la cuadra y lo enterraría en lo más profundo del un montón de estiércol de caballo. Era también de vital importancia que durante los nueve meses siguientes ocultase la ausencia de su señor. Para ello tendría que vedar el acceso a la casa a cualquier visitante, y además disfrazarse del marqués de Villena y pasear todos los días por las calles de Toledo durante unas horas, tal y como él acostumbraba.
Murió don Enrique a los pocos días, y el criado cumplió sus instrucciones con suma diligencia. Lo más difícil para él iba a ser suplantar a su amo, pues no se parecían en nada. Cuando llegó la hora del paseo matutino de su señor, se envolvió en su capa más suntuosa, se caló hasta los ojos su sombrero y salió a la calle, temiendo a cada paso que alguien descubriese el fraude. Sin embargo, nadie percibió la diferencia; comprobó con sorpresa que todas las personas con las que se cruzaba caminaban distraídas sin prestarle demasiada atención. Bastaba responder a sus vagos saludos con una inclinación de cabeza y continuar la marcha tranquilamente.
Así pues, cuando le pareció que su hora estaba cerca, condujo a su fiel criado al laboratorio que tenía en los sótanos de su casa toledana y allí le explico qué debería hacer cuando su señor muriese: Ante todo, no avisar a nadie. Ni amigos, ni familiares, ni mucho menos sacerdotes. Tras asegurarse de que estaba muerto, debía bajar el cadáver a aquel cuarto y, sobre la mesa del laboratorio, trocearlo en fragmentos más pequeños que una onza. Después introduciría todos los pedazos en un matraz que allí había (el cual contenía un elixir especial que había descubierto), transportaría el matraz a la cuadra y lo enterraría en lo más profundo del un montón de estiércol de caballo. Era también de vital importancia que durante los nueve meses siguientes ocultase la ausencia de su señor. Para ello tendría que vedar el acceso a la casa a cualquier visitante, y además disfrazarse del marqués de Villena y pasear todos los días por las calles de Toledo durante unas horas, tal y como él acostumbraba.
Murió don Enrique a los pocos días, y el criado cumplió sus instrucciones con suma diligencia. Lo más difícil para él iba a ser suplantar a su amo, pues no se parecían en nada. Cuando llegó la hora del paseo matutino de su señor, se envolvió en su capa más suntuosa, se caló hasta los ojos su sombrero y salió a la calle, temiendo a cada paso que alguien descubriese el fraude. Sin embargo, nadie percibió la diferencia; comprobó con sorpresa que todas las personas con las que se cruzaba caminaban distraídas sin prestarle demasiada atención. Bastaba responder a sus vagos saludos con una inclinación de cabeza y continuar la marcha tranquilamente.
Pasaron las semanas, y el criado fue adquiriendo más destreza en fingirse don Enrique de Villena. Pero un día cometió un error que sería su perdición. Mientras paseaba por una plaza apareció un sacerdote portando el viático. Todos los presentes se arrodillaron respetuosamente ante su paso, tal y como era costumbre en la época; todos menos el criado de don Enrique, demasiado concentrado en taparse con la capa como para darse cuenta de su falta de decoro. El resto de viandantes advirtió con incredulidad su comportamiento, y hubo uno que se acercó indignado a él y le quitó el sombrero de un manotazo. Quedó entonces a descubierto su auténtica identidad, ante la sorpresa general. Temiendo los presentes que aquella suplantación estuviese motivada por algún acto delictivo, condujeron al pobre criado a presencia del Santo Oficio.
En los sótanos de la Inquisición, rodeado de máquinas de tortura, el criado intentó mantenerse firme en su silencio, pero las amenazas del inquisidor terminaron por hacer que contase el plan de su amo. Tras escuchar esta confesión, los miembros del Santo Oficio se dirigieron a casa de don Enrique, entraron en las cuadras y sacaron de entre el estiércol el matraz. Entonces pudieron comprobar con horror que dentro de él se estaba formando una especie de embrión de forma vagamente humana. El inquisidor, implacable, ordenó su destrucción. Mientras pisoteaban aquella extraña masa de carne, escucharon un terrible grito que salía de su interior.
En los sótanos de la Inquisición, rodeado de máquinas de tortura, el criado intentó mantenerse firme en su silencio, pero las amenazas del inquisidor terminaron por hacer que contase el plan de su amo. Tras escuchar esta confesión, los miembros del Santo Oficio se dirigieron a casa de don Enrique, entraron en las cuadras y sacaron de entre el estiércol el matraz. Entonces pudieron comprobar con horror que dentro de él se estaba formando una especie de embrión de forma vagamente humana. El inquisidor, implacable, ordenó su destrucción. Mientras pisoteaban aquella extraña masa de carne, escucharon un terrible grito que salía de su interior.
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