''Nació con un pan debajo del brazo'', reza el dicho cuando un niño trae prosperidad. Pero ahora, después de conocerse los resultados de un estudio de la Universidad de Edimburgo, habrá que modificar este popular refrán. ''Nació con la felicidad debajo del brazo''. O sea, el bebé tuvo la suerte de heredar la capacidad de ser feliz.
A esta conclusión llegó este equipo de científicos al comprobar el fenómeno en gemelos idénticos que han vivido separados. Según el estudio, los genes controlan la mitad de los rasgos de personalidad que hacen felices a las personas. La otra mitad de nuestro bienestar depende de factores externos como las relaciones, la salud y el trabajo. ¿Cómo identificamos a aquellas personas con mayor tendencia natural a la felicidad? Suelen ser más sociables, activas, estables, laboriosas y concienzudas. De lo que se deduce que los introvertidos, pasivos, inestables, perezosos e irreflexivos muestran más insatisfacción con sus vidas. Además, los que tienen el gen de la dicha cuentan con una mayor ''reserva afectiva'' para encajar los golpes y sobreponerse a las adversidades.
Ya no será lo mismo levantarse cada mañana y enfrentarse a los rigores cotidianos. Al abrir los ojos será inevitable preguntarse si uno nació con el kit de la felicidad incorporado o si lo dejaron fuera de esta rifa genética en la que el mapa de la felicidad y otros atributos parecen estar tan caprichosamente distribuidos como la riqueza. Incluso será más difícil mirar de frente a nuestros progenitores sin cuestionar qué habría sido de nosotros si hubiésemos nacido en la casa del vecino, donde siempre se muestran sonrientes y a punto de dar una fiesta. También es verdad que este nuevo estudio brinda la coartada perfecta para los cenizos y aguafiestas. ''No, es que yo nací triste. Lo llevo en la sangre''. Y así dejarse llevar por el determinismo genético. La inevitabilidad de la infelicidad para justificar la grisura y la desidia.
Son tantos los estudios que en los últimos tiempos apuntan a una suerte de fatalidad hereditaria acompañada de cócteles químicos en el cerebro, que cada vez resulta más peregrina la noción del libre albedrío en la toma de decisiones. La atracción tiene más que ver con olores y sustancias que segregamos que con la idea platónica del amor. Incluso el desamor está más vinculado al agotamiento de las reservas de endorfinas y feromonas que al hastío sentimental. O, digámoslo de otra manera: ese tedio puede ser el efecto de una pócima química con fecha de caducidad.
Ser felices es uno de nuestros más grandes cometidos y la búsqueda de la felicidad es una misión vital con implicaciones tan míticas como hallar la fuente de la juventud o el Santo Grial. Nos acaba de llegar un melancólico mensaje desde la hermosa Universidad de Edimburgo: la felicidad no se compra, sino que se nace con ella. Bienaventurados los que, de entrada, nacen felices
A esta conclusión llegó este equipo de científicos al comprobar el fenómeno en gemelos idénticos que han vivido separados. Según el estudio, los genes controlan la mitad de los rasgos de personalidad que hacen felices a las personas. La otra mitad de nuestro bienestar depende de factores externos como las relaciones, la salud y el trabajo. ¿Cómo identificamos a aquellas personas con mayor tendencia natural a la felicidad? Suelen ser más sociables, activas, estables, laboriosas y concienzudas. De lo que se deduce que los introvertidos, pasivos, inestables, perezosos e irreflexivos muestran más insatisfacción con sus vidas. Además, los que tienen el gen de la dicha cuentan con una mayor ''reserva afectiva'' para encajar los golpes y sobreponerse a las adversidades.
Ya no será lo mismo levantarse cada mañana y enfrentarse a los rigores cotidianos. Al abrir los ojos será inevitable preguntarse si uno nació con el kit de la felicidad incorporado o si lo dejaron fuera de esta rifa genética en la que el mapa de la felicidad y otros atributos parecen estar tan caprichosamente distribuidos como la riqueza. Incluso será más difícil mirar de frente a nuestros progenitores sin cuestionar qué habría sido de nosotros si hubiésemos nacido en la casa del vecino, donde siempre se muestran sonrientes y a punto de dar una fiesta. También es verdad que este nuevo estudio brinda la coartada perfecta para los cenizos y aguafiestas. ''No, es que yo nací triste. Lo llevo en la sangre''. Y así dejarse llevar por el determinismo genético. La inevitabilidad de la infelicidad para justificar la grisura y la desidia.
Son tantos los estudios que en los últimos tiempos apuntan a una suerte de fatalidad hereditaria acompañada de cócteles químicos en el cerebro, que cada vez resulta más peregrina la noción del libre albedrío en la toma de decisiones. La atracción tiene más que ver con olores y sustancias que segregamos que con la idea platónica del amor. Incluso el desamor está más vinculado al agotamiento de las reservas de endorfinas y feromonas que al hastío sentimental. O, digámoslo de otra manera: ese tedio puede ser el efecto de una pócima química con fecha de caducidad.
Ser felices es uno de nuestros más grandes cometidos y la búsqueda de la felicidad es una misión vital con implicaciones tan míticas como hallar la fuente de la juventud o el Santo Grial. Nos acaba de llegar un melancólico mensaje desde la hermosa Universidad de Edimburgo: la felicidad no se compra, sino que se nace con ella. Bienaventurados los que, de entrada, nacen felices
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